Abrí los ojos y lo primero
que me devolvió a la consciencia fue la sonrisa de mi nieta. Era una sonrisa
llena de bondad, de ternura, de ganas de vivir, de niña. Lo segundo que mis
sentidos captaron fue su susurro, tan dulce, un ‘hola, abuelito’ que me trajo
de nuevo a la vida. Esta chica era un ángel, mi ángel.
Estuvimos hablando un rato,
pero ella solo me asentía con la cabeza y con los ojos cerrados, me acariciaba
el pelo y me mandaba a callar. Pasadas unas horas me llevaron de vuelta a casa,
y digo devolver, y digo casa, porque aunque últimamente me hubiera pasado más
tiempo en una habitación con paredes de un amarillo pálido, con olor a suero, a
vejez y a almas perdidas, aquello otro seguía siendo mi hogar. Y qué cambio. Lo
primero que noté nada más entrar fue el auge de temperatura. El hospital era
mucho más frío y aparentaba un sabor a soledad que en mi casa no podía
encontrar ni en mi cuartillo de bastones y gorras. Llegué al salón de la mano
de mi nieta y me senté en mi único y exclusivo sillón. Estaba suave y parecía
como si mi silueta ya viniera de fábrica con él. Cogí el mando de la
televisión, pulsé el botón rojo mientras me echaba hacia atrás hasta quedarme
casi tumbado sobre el butacón, y antes de abrir la boca ya mi niña pequeña me
había traído un mus de chocolate, una servilleta que me colocó con cuidado
sobre el regazo y una cucharilla de cabo largo. Ella hablaba, hablaba y
hablaba, hablaba tanto que hacía que desconectara y me quedara mirándola con
una cara que sólo ella conseguía. Le dije que se dejara de tantas tonterías y
necedades y que, o que se tomaba en serio el curso de segundo de bachillerato,
o que ya le estaba buscando trabajo en algún campito. Esta era la mejor parte
de nuestras conversaciones; era pronunciar esas palabras, siempre las mismas, y
que se le formara entre las cejas el ceño más fruncido que había visto en 73
años. Se le enrojecían las mejillas y se iba, la mayoría de las veces,
gritándome que ya no vendría más a verme, cosa que tanto ella como yo, sabíamos
que era algo muy, pero que muy improbable.
Noté como si unos zumbidos
corretearan por el aire persiguiéndome a toda prisa y cómo mi nieta se ponía
delante de mí a modo de escudo para que no me atraparan. Me desperté y lo
primero que volví a ver fue la sonrisa de ella. Dos veces en doce horas.
Saltaba encima de mi cama y me mandaba abrir la boca para que me tomara la
misma medicación que llevaba tomándome desde hacía dos años. Me besó en la
frente tras obedecerla y se marchó pegando saltitos. La cabeza me iba a estallar,
pero pronto se me pasaría, la doctora Tamarita sabía muy bien lo que hacía. Me
levanté con ayuda de uno de mis bastones y caminé hasta la cocina. Desayuné un
cafelito y una tostada y media con ajo y aceite, ya que la otra mitad de una de
ellas me la había quitado aquella granuja. Me hice el enfadado pero terminó
optando por hacerme burlas, ya que sabía que me encantaba que se alimentara
bien. Recogí aquello y me fui a mi cuartillo, me puse una gorra negra, la de
casi siempre, y un chaquetón que me había dejado en la entrada. Salí y el sol
me daba de lleno. Qué buen día hacía. Como cada mañana, comencé mi ruta: seis
kilómetros a patita, ocho, o los que vinieran, por el campo. Esa sí que sentía
que era mi casa. El aire en el campo era fresco, hasta podría decirse que olía
bien, a hierba, a flores, a vida; formaba parte de mí. Mientras caminaba aún
por el pueblo, un policía me saludó. Yo le respondí eufóricamente con un ‘¡ay,
granuja!’ a la vez que levantaba el bastón. Aquel tipo era un chulillo, pero
tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Un poco más hacia delante, ya por
el polígono industrial, un ‘¡hombre, Leonardo!’ a modo de cual salvaje en la
jungla, me llamaba. Era Villegas, uno de mis mejores amigos, el cual me
visitaba todas las tardes y aunque lo apreciaba mucho, el tono de su voz hacía
que los zumbidos en mi cabeza aumentaran a una velocidad muy cercana a la de la
luz. Charlamos un rato sobre el tiempo, la familia, y nos despedimos. Llegué a
un prado enorme, anduve unos diez metros sobre la hierba resplandeciente y me
metí en mi cabañita, una casita de madera que unos senegaleses me habían
ayudado a construir. Dejé el chaquetón allí, hacía muy buen tiempo y, nada más
salir, mis borregas me abrazaron en conjunto. En ese momento me acordé de algo
que pasó unos siete años atrás. Se me vino a la mente la viva imagen de mi
nieta corriendo por allí mismo con once añitos y éstas tras ella, y cómo le
daba el biberón a Lucas, el borreguito más pequeño que tenía, al cual le había
puesto el nombre de su personaje favorito de su serie favorita. No pude evitar
no reírme, es más, me entró una alegría inmensa por el cuerpo. La quería mucho,
muchísimo. Volví a la realidad y con un gesto llamé a mis borregas, ya
esparcidas por el pasto, y seguí mi caminata con ellas, pero…a los diez minutos
de mi partida, empecé a notar cómo el cuerpo me pesaba, cómo las gotas frías de
un sudor extraño mojaban toda mi cara, mis manos y mis piernas, y comencé a
toser de una manera que solo había tosido con treinta años, cuando fumaba
bastante; parecía que me ahogaba, todo me daba vueltas y los zumbidos habían
vuelto. Pero aún así, seguí caminando, no sabía el por qué de todo aquello.
Pensé en mi enfermedad, pero tampoco le encontré sentido, apenas había andado
dos kilómetros desde que salí de casa. Lo último que recuerdo es el frescor de
la hierba, el olor a pana mojada y la sombra de una mariposa en mi mano.
El cáncer había vuelto, es
más, nunca se había ido. Los médicos me habían estado advirtiendo sobre los
cambios que mi cuerpo iría experimentando y que lo mejor que podía hacer era reposar y
nada de grandes esfuerzos. Me aumentaron la dosis de la medicación, me casi
obligaron a tener que escucharles decir que tenía que vender mis borregas y
hasta me recomendaron la quimioterapia. Para mi familia, todo esto se les hizo
grande. Aún no podía dejarles, aún era muy pronto, aún no.
Desde entonces, me cuidaban
muchísimo más, le robaban el tiempo al reloj de cuco que colgaba en la salita,
me reñían si se enteraban de que me saltaba alguna comida y mi nieta…mi nieta
se convirtió en mi sombra, mi Peter Pan, mi todo. Ella tenía casi diecinueve
años, era alta, delgada y con un pelo liso larguísimo y tan brillante, que daba
gusto verla peinarse. Le gustaba cantar, se pasaba el día tarareando y medio
bailando, y todo lo que salía de la boca de algún extraño sobre ella eran
palabras mayores, lejanas a este mundo. Sabía mi estado, sabía mi malestar,
pero también sabía que la quería con locura y que verla llorar era lo que más
odiaba en este mundo. Aún así, ella sonreía como la que más, y de vez en cuando
me leía algunos artículos que ella misma escribía, ya que quería ser
periodista, y que como ‘todo en mí era pura magia, y que eso, me hacía especial’,
me entrevistaría algún día y me haría muy, muy famoso, por mis grandes críticas
y mi máxima sinceridad. Era un encanto.
Los días pasaban y yo iba
notando como la enfermedad iba avanzando. Me sentía como un prisionero de la
Edad Media en una mazmorra de apenas medio metro para poderme estirar. Yo
necesitaba salir, necesitaba ver vida en los ojos de la gente, recorrer mis
kilómetros diarios, disfrutar como un crío cada vez que me encontraba con
alguien que hacía tiempo que no veía y seguir sin quejarme lo más mínimo aunque
los zumbidos me fueran quitando un poquito de mí cada día.
Cierto día, mi nieta me
comentó que dos de mis nietos tenían un partido de baloncesto. Ella me cogía
del brazo y me incitaba a que fuera con ella. Quería que saliera de casa y que
me distrajera un poco y qué mejor manera que viendo a tus nietos hacer lo que
más les gusta. No tardó mucho en convencerme, era inevitable. Salimos de casa,
cruzamos la calle y llegamos al polideportivo. Nos sentamos en las gradas
situadas en la cancha y los saludé con un silbido y un guiño de ojos. El
partido empezó y los dos salieron de titulares. A menos de la mitad del primer
periodo me di cuenta de que tenían aún más talento del que pensaba. Eran como
Marc y Pau, pase tras pase, regateos y defensas que culminaban la mayoría de
las veces con algún triple. Todo el partido transcurrió bastante animado, con
una afición que pedía a gritos la victoria del equipo. Llegó el último periodo,
y con una canasta, se desató la euforia. Todos saltaban llenos de alegría y mi
nieta, no era una excepción. A pesar de la enfermedad, el júbilo se apoderó de
mí, y justo cuando me giré para abrazar a mi nieta, una palmada en la espalda
me hizo alzar la vista. Se trataba de un gran amigo, el cual sujetaba una bolsa
en la mano. Me dijo que era toda mía, que era un regalo del club y que esperaba
que me gustara. La cogí, metí la mano y había un paquete. Mi nieta parecía más
impaciente que yo, así que dejé que ella lo abriera, bueno, lo abrimos entre
los dos. Era una camiseta de la talla XXL hecha y diseñada especialmente para
mí, con una frase que decía ‘el abuelo de los dragones’. Los dragones lo
componían toda la escuela de niños que practicaba baloncesto. No tenía palabras
para describir cómo me sentía. Mi nieta me lo hizo ver enseguida: ‘¿ves? te
dije que eras especial, abuelito.’ Le di a Juan las mayores gracias que podía
darle y me puse la camiseta sobre la que llevaba puesta. Ahora era el abuelo de
los dragones, y eso hacía que me sintiera orgulloso. Tras esto, fui con mi nieta
al bar de siempre, pedí dos coca-colas y sin falta, unas aceitunas para la más
guapa. Se había convertido en un día fabuloso, lleno de risas, alegrías y mucho
amor.
Sentado sobre una silla de
madera robusta en mitad del campo, toda mi familia me rodeaba. Sus caras
resplandecían, sus caras sonreían como nunca las había visto sonreír. Mis
cabritas y borregas también estaban por allí, y mi mujer y mis hijas las
estaban cuidando, lavando, peinando y sacándoles un poco de leche. Tras esto,
mi nieta vino corriendo hacia mí con un vaso de esa misma leche. La probé y
sabía a gloria. La sensación era increíble, estaba rodeado de todo, de todo lo
que más quería, no me faltaba absolutamente nada. Hacía un sol que daban ganas
de acariciar y al levantarme, noté que mi pierna izquierda no cojeaba. Los
zumbidos habían desaparecido y sentía una paz extrema que cualquier ser de este
mundo, si pudiera sacármela del bolsillo y mostrársela, todo en él se
apoderaría del sexto pecado capital hacia mi persona. Comencé a caminar, sin
bastón, no lo necesitaba, y me acerqué a mi familia. Pasé cerca de cada uno de
ellos, y cada mirada emanaba amor, era como adentrarte en el paraíso. Los
acaricié uno a uno, les dediqué una sonrisa y un guiño de ojos hizo que los
suyos se cerraran sucesivamente. La única que permanecía con los ojos abiertos
era mi pequeña. Nada más verme, se montó en mi espalda de un salto y me
besuqueó toda la oreja y parte del cuello mientras me abrazaba como podía. Reíamos
y cantábamos la canción que llevo cantándole desde que tiene uso de memoria.
Paseamos unos metros y nos tumbamos en el prado más cercano. El tacto de la
hierba era muy, muy suave, parecía que quería quedarse conmigo. Miré a mi
derecha y saludé a mi familia. Estaban mirándome, muy quietos, y notaba como si
poco a poco se fueran alejando. Los llamaba, pero no me respondían. Me volví a
girar, esta vez hacia la izquierda, y allí seguía mi nieta, mirándome, con sus
ojos clavados en mí. Me incitaba a mirarla y a perderme en su mirada. Mirándonos,
sin decir nada, hasta que ella me cogió una de mis manos y la besó con ternura.
Sonrió con una pureza a la que sólo los ángeles se les asemejaban, y noté cómo
poco a poco también empezaba a alejarse, con una sensación de despedida, y un profundo
sueño se apoderó de mí, quedándome en una soledad infinita.
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