How I see the world

jueves, 21 de mayo de 2015

Amor de nieta.

Abrí los ojos y lo primero que me devolvió a la consciencia fue la sonrisa de mi nieta. Era una sonrisa llena de bondad, de ternura, de ganas de vivir, de niña. Lo segundo que mis sentidos captaron fue su susurro, tan dulce, un ‘hola, abuelito’ que me trajo de nuevo a la vida. Esta chica era un ángel, mi ángel.
Estuvimos hablando un rato, pero ella solo me asentía con la cabeza y con los ojos cerrados, me acariciaba el pelo y me mandaba a callar. Pasadas unas horas me llevaron de vuelta a casa, y digo devolver, y digo casa, porque aunque últimamente me hubiera pasado más tiempo en una habitación con paredes de un amarillo pálido, con olor a suero, a vejez y a almas perdidas, aquello otro seguía siendo mi hogar. Y qué cambio. Lo primero que noté nada más entrar fue el auge de temperatura. El hospital era mucho más frío y aparentaba un sabor a soledad que en mi casa no podía encontrar ni en mi cuartillo de bastones y gorras. Llegué al salón de la mano de mi nieta y me senté en mi único y exclusivo sillón. Estaba suave y parecía como si mi silueta ya viniera de fábrica con él. Cogí el mando de la televisión, pulsé el botón rojo mientras me echaba hacia atrás hasta quedarme casi tumbado sobre el butacón, y antes de abrir la boca ya mi niña pequeña me había traído un mus de chocolate, una servilleta que me colocó con cuidado sobre el regazo y una cucharilla de cabo largo. Ella hablaba, hablaba y hablaba, hablaba tanto que hacía que desconectara y me quedara mirándola con una cara que sólo ella conseguía. Le dije que se dejara de tantas tonterías y necedades y que, o que se tomaba en serio el curso de segundo de bachillerato, o que ya le estaba buscando trabajo en algún campito. Esta era la mejor parte de nuestras conversaciones; era pronunciar esas palabras, siempre las mismas, y que se le formara entre las cejas el ceño más fruncido que había visto en 73 años. Se le enrojecían las mejillas y se iba, la mayoría de las veces, gritándome que ya no vendría más a verme, cosa que tanto ella como yo, sabíamos que era algo muy, pero que muy improbable.
Noté como si unos zumbidos corretearan por el aire persiguiéndome a toda prisa y cómo mi nieta se ponía delante de mí a modo de escudo para que no me atraparan. Me desperté y lo primero que volví a ver fue la sonrisa de ella. Dos veces en doce horas. Saltaba encima de mi cama y me mandaba abrir la boca para que me tomara la misma medicación que llevaba tomándome desde hacía dos años. Me besó en la frente tras obedecerla y se marchó pegando saltitos. La cabeza me iba a estallar, pero pronto se me pasaría, la doctora Tamarita sabía muy bien lo que hacía. Me levanté con ayuda de uno de mis bastones y caminé hasta la cocina. Desayuné un cafelito y una tostada y media con ajo y aceite, ya que la otra mitad de una de ellas me la había quitado aquella granuja. Me hice el enfadado pero terminó optando por hacerme burlas, ya que sabía que me encantaba que se alimentara bien. Recogí aquello y me fui a mi cuartillo, me puse una gorra negra, la de casi siempre, y un chaquetón que me había dejado en la entrada. Salí y el sol me daba de lleno. Qué buen día hacía. Como cada mañana, comencé mi ruta: seis kilómetros a patita, ocho, o los que vinieran, por el campo. Esa sí que sentía que era mi casa. El aire en el campo era fresco, hasta podría decirse que olía bien, a hierba, a flores, a vida; formaba parte de mí. Mientras caminaba aún por el pueblo, un policía me saludó. Yo le respondí eufóricamente con un ‘¡ay, granuja!’ a la vez que levantaba el bastón. Aquel tipo era un chulillo, pero tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Un poco más hacia delante, ya por el polígono industrial, un ‘¡hombre, Leonardo!’ a modo de cual salvaje en la jungla, me llamaba. Era Villegas, uno de mis mejores amigos, el cual me visitaba todas las tardes y aunque lo apreciaba mucho, el tono de su voz hacía que los zumbidos en mi cabeza aumentaran a una velocidad muy cercana a la de la luz. Charlamos un rato sobre el tiempo, la familia, y nos despedimos. Llegué a un prado enorme, anduve unos diez metros sobre la hierba resplandeciente y me metí en mi cabañita, una casita de madera que unos senegaleses me habían ayudado a construir. Dejé el chaquetón allí, hacía muy buen tiempo y, nada más salir, mis borregas me abrazaron en conjunto. En ese momento me acordé de algo que pasó unos siete años atrás. Se me vino a la mente la viva imagen de mi nieta corriendo por allí mismo con once añitos y éstas tras ella, y cómo le daba el biberón a Lucas, el borreguito más pequeño que tenía, al cual le había puesto el nombre de su personaje favorito de su serie favorita. No pude evitar no reírme, es más, me entró una alegría inmensa por el cuerpo. La quería mucho, muchísimo. Volví a la realidad y con un gesto llamé a mis borregas, ya esparcidas por el pasto, y seguí mi caminata con ellas, pero…a los diez minutos de mi partida, empecé a notar cómo el cuerpo me pesaba, cómo las gotas frías de un sudor extraño mojaban toda mi cara, mis manos y mis piernas, y comencé a toser de una manera que solo había tosido con treinta años, cuando fumaba bastante; parecía que me ahogaba, todo me daba vueltas y los zumbidos habían vuelto. Pero aún así, seguí caminando, no sabía el por qué de todo aquello. Pensé en mi enfermedad, pero tampoco le encontré sentido, apenas había andado dos kilómetros desde que salí de casa. Lo último que recuerdo es el frescor de la hierba, el olor a pana mojada y la sombra de una mariposa en mi mano.
El cáncer había vuelto, es más, nunca se había ido. Los médicos me habían estado advirtiendo sobre los cambios que mi cuerpo iría experimentando y  que lo mejor que podía hacer era reposar y nada de grandes esfuerzos. Me aumentaron la dosis de la medicación, me casi obligaron a tener que escucharles decir que tenía que vender mis borregas y hasta me recomendaron la quimioterapia. Para mi familia, todo esto se les hizo grande. Aún no podía dejarles, aún era muy pronto, aún no.
Desde entonces, me cuidaban muchísimo más, le robaban el tiempo al reloj de cuco que colgaba en la salita, me reñían si se enteraban de que me saltaba alguna comida y mi nieta…mi nieta se convirtió en mi sombra, mi Peter Pan, mi todo. Ella tenía casi diecinueve años, era alta, delgada y con un pelo liso larguísimo y tan brillante, que daba gusto verla peinarse. Le gustaba cantar, se pasaba el día tarareando y medio bailando, y todo lo que salía de la boca de algún extraño sobre ella eran palabras mayores, lejanas a este mundo. Sabía mi estado, sabía mi malestar, pero también sabía que la quería con locura y que verla llorar era lo que más odiaba en este mundo. Aún así, ella sonreía como la que más, y de vez en cuando me leía algunos artículos que ella misma escribía, ya que quería ser periodista, y que como ‘todo en mí era pura magia, y que eso, me hacía especial’, me entrevistaría algún día y me haría muy, muy famoso, por mis grandes críticas y mi máxima sinceridad. Era un encanto.
Los días pasaban y yo iba notando como la enfermedad iba avanzando. Me sentía como un prisionero de la Edad Media en una mazmorra de apenas medio metro para poderme estirar. Yo necesitaba salir, necesitaba ver vida en los ojos de la gente, recorrer mis kilómetros diarios, disfrutar como un crío cada vez que me encontraba con alguien que hacía tiempo que no veía y seguir sin quejarme lo más mínimo aunque los zumbidos me fueran quitando un poquito de mí cada día.
Cierto día, mi nieta me comentó que dos de mis nietos tenían un partido de baloncesto. Ella me cogía del brazo y me incitaba a que fuera con ella. Quería que saliera de casa y que me distrajera un poco y qué mejor manera que viendo a tus nietos hacer lo que más les gusta. No tardó mucho en convencerme, era inevitable. Salimos de casa, cruzamos la calle y llegamos al polideportivo. Nos sentamos en las gradas situadas en la cancha y los saludé con un silbido y un guiño de ojos. El partido empezó y los dos salieron de titulares. A menos de la mitad del primer periodo me di cuenta de que tenían aún más talento del que pensaba. Eran como Marc y Pau, pase tras pase, regateos y defensas que culminaban la mayoría de las veces con algún triple. Todo el partido transcurrió bastante animado, con una afición que pedía a gritos la victoria del equipo. Llegó el último periodo, y con una canasta, se desató la euforia. Todos saltaban llenos de alegría y mi nieta, no era una excepción. A pesar de la enfermedad, el júbilo se apoderó de mí, y justo cuando me giré para abrazar a mi nieta, una palmada en la espalda me hizo alzar la vista. Se trataba de un gran amigo, el cual sujetaba una bolsa en la mano. Me dijo que era toda mía, que era un regalo del club y que esperaba que me gustara. La cogí, metí la mano y había un paquete. Mi nieta parecía más impaciente que yo, así que dejé que ella lo abriera, bueno, lo abrimos entre los dos. Era una camiseta de la talla XXL hecha y diseñada especialmente para mí, con una frase que decía ‘el abuelo de los dragones’. Los dragones lo componían toda la escuela de niños que practicaba baloncesto. No tenía palabras para describir cómo me sentía. Mi nieta me lo hizo ver enseguida: ‘¿ves? te dije que eras especial, abuelito.’ Le di a Juan las mayores gracias que podía darle y me puse la camiseta sobre la que llevaba puesta. Ahora era el abuelo de los dragones, y eso hacía que me sintiera orgulloso. Tras esto, fui con mi nieta al bar de siempre, pedí dos coca-colas y sin falta, unas aceitunas para la más guapa. Se había convertido en un día fabuloso, lleno de risas, alegrías y mucho amor.

Sentado sobre una silla de madera robusta en mitad del campo, toda mi familia me rodeaba. Sus caras resplandecían, sus caras sonreían como nunca las había visto sonreír. Mis cabritas y borregas también estaban por allí, y mi mujer y mis hijas las estaban cuidando, lavando, peinando y sacándoles un poco de leche. Tras esto, mi nieta vino corriendo hacia mí con un vaso de esa misma leche. La probé y sabía a gloria. La sensación era increíble, estaba rodeado de todo, de todo lo que más quería, no me faltaba absolutamente nada. Hacía un sol que daban ganas de acariciar y al levantarme, noté que mi pierna izquierda no cojeaba. Los zumbidos habían desaparecido y sentía una paz extrema que cualquier ser de este mundo, si pudiera sacármela del bolsillo y mostrársela, todo en él se apoderaría del sexto pecado capital hacia mi persona. Comencé a caminar, sin bastón, no lo necesitaba, y me acerqué a mi familia. Pasé cerca de cada uno de ellos, y cada mirada emanaba amor, era como adentrarte en el paraíso. Los acaricié uno a uno, les dediqué una sonrisa y un guiño de ojos hizo que los suyos se cerraran sucesivamente. La única que permanecía con los ojos abiertos era mi pequeña. Nada más verme, se montó en mi espalda de un salto y me besuqueó toda la oreja y parte del cuello mientras me abrazaba como podía. Reíamos y cantábamos la canción que llevo cantándole desde que tiene uso de memoria. Paseamos unos metros y nos tumbamos en el prado más cercano. El tacto de la hierba era muy, muy suave, parecía que quería quedarse conmigo. Miré a mi derecha y saludé a mi familia. Estaban mirándome, muy quietos, y notaba como si poco a poco se fueran alejando. Los llamaba, pero no me respondían. Me volví a girar, esta vez hacia la izquierda, y allí seguía mi nieta, mirándome, con sus ojos clavados en mí. Me incitaba a mirarla y a perderme en su mirada. Mirándonos, sin decir nada, hasta que ella me cogió una de mis manos y la besó con ternura. Sonrió con una pureza a la que sólo los ángeles se les asemejaban, y noté cómo poco a poco también empezaba a alejarse, con una sensación de despedida, y un profundo sueño se apoderó de mí, quedándome en una soledad infinita.

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