Eh, ¿me recuerdas? Soy aquél al que buscabas ansiosa con un nudo en la garganta y al que acababas sumergiendo en un mar de lágrimas. Al que contabas tus peleas, tus roces, tus desamores.
Soy quién te ha visto crecer, quién te conoce mejor que nadie, mejor de lo que te conoces tú misma. Soy, más bien era, tu mejor abrigo, tus brazos favoritos a los que abrazar, el único que sabía consolarte como nadie más podía hacerlo. Soy tu mejor amigo.
Te escribo esta carta porque hace bastante tiempo que no me visitas. Quizás ya no te sientas sin ganas de comer, ni frustrada, ni sola. Sé que has pasado por más momentos duros que felices, es por eso que me encanta verte sonreír. Y ahora que te mudas, voy a echarte aún más de menos. Aunque bueno, siempre nos quedará lo que solíamos ver cada noche: el manto estrellado que te iluminaba por completo.
Fdo: el alféizar de tu habitación.
How I see the world
sábado, 12 de septiembre de 2015
lunes, 10 de agosto de 2015
Plantita.
Érase una semilla plantada en un lugar húmedo, colorido y lleno de energía. Los primeros siete años de su vida los pasó aprendiendo por ella misma cosas que ninguna otra plantita había podido llegar a aprender. Podía entender el lenguaje de las abejas, incluso era capaz de comprender el sonido de una catarata muy cercana, la cual con frecuencia cuidaba de ella. Podría decirse que era una plantita feliz, inteligente y llena de amor. Le encantaba pasar el tiempo tarareando e imaginando que algún día sería una flor enorme,y sin miedo a la belleza, ya que se consideraba la más hermosa de todo el prado. De vez en cuando, un pajarito solía visitarla y le traía incluso más minerales de los que necesitaba. También jugaban, y Plantita contaba los días para que éste volviera. Con el tiempo, Plantita sentía cómo la catarata ya no le daba el H20 que necesitaba, ella pensaba que ya no la quería, que centrarse en seguir su curso y arrastrar piedras, troncos y hierbajos era su prioridad. Fue entonces cuando Plantita prefirió pasar más tiempo con Pajarito, ya no quería a Catarata, o eso pensaba. Ella ya no era una simple plantita, se había convertido en una preciosa planta de exuberantes pétalos, llena de alegría y ganas de contarle a los insectos que la visitaban las aventuras que pasaba con Pajarito. Cierto día, ella dormía y un dolor la despertó. Alguien le había mordido. Era Pajarito. Plantita lloraba como cuando Catarata la abandonó, y no entendía el por qué de todo aquello. Al cabo de los segundos, volvió a picotearla. A la tercera, le arrancó uno de sus bracitos. Sin entender por qué, le
dijo que ella lo quería, y su respuesta fue una punzada en todo su tallito, lo que la debilitó por completo. Y éste echó a volar. Los días pasaban y a pesar de ello, Plantita lo extrañaba. De vez en cuando, él volvía pero sólo para picotearla, picarla, herirla. Ella ya no tenía fuerzas, incluso le faltaban los minerales que Abuela Tierra solía proporcionarle. Se sentía sola, desvalida, incluso más pequeña. Poco a poco fue debilitándose, ella y todo su alrededor solo estaban pintados de un color oscuro, feo y no usual: marrón. Pajarito fue quedándose poco a poco con todo de ella; con su dulzura, su belleza, su verdez, su vida. Fue ahí cuando Madre Catarata volvió, y sin pensarlo, le ofreció hasta su última gota por verla feliz. En poco tiempo, Plantita era alta y fuerte. En poco tiempo, Plantita dejó de llorar por Pajarito. Fue así como cierto día, éste, ansiando aún más de ella, fue a visitarla. Plantita quiso idear un plan con Catarata, pero ésta se mantenía al margen, lo único que quería era el bien para su hija, pero sin venganza ni dolor de por medio. Pajarito estivo buscándola durante días, pero no la encontró. Cierto día, Plantita hizo un sonido que sólo él conocía. Cierto día, Pajarito se posó en Plantita sin saber que era ella. Y fue así, cierto día, como nunca se volvió a saber nada más de Pajarito. Plantita ya no era la misma, había crecido y se había transformado en una planta alta, fuerte... y carnívora. Fue así como Plantita acabó comiéndose al monstruo maligno, al tumor de su vida, a su padre.
martes, 4 de agosto de 2015
Like a miracle.
Me encontraba sobre un navío viejo, vacío y destrozado en mitad del océano. Allí yacía sola, desolada, sin nada con lo que alimentarme ni que me manteniera viva, con fuerzas. Me encontraba perdida, llena de dolor, amargura y tristeza, en un mundo en el que solo existías tú. Tú y tu sonrisa, tú y tus ojos. A medida que pasaban los días la tormenta se hacía mayor, más gris, la cual hacía que fuera más fácil caer al mar infinito. El de tus promesas y mentiras. El de tus 'te echo de menos' disfrazados de lujuria. Seguir con vida era lo único que necesitaba para seguir pensándote. De vez en cuando, una ola me cubría por completo para luego arrastrarme hacia ella, personificada en garras, las cuales no me dejaban escapar, incluso me incitaban a quedarme. Se parecían mucho a tus brazos a medianoche, pero no estoy segura...apenas tenía fuerzas, y ya no me daban calor, me hacían daño. De vez en cuando, me faltaba la respiración, como solía pasar en tu coche, pero ya no era fruto de placer, sino de grito ahogado, de llanto contenido. Poco a poco me desgastabas, me conducías al mundo de la locura en el peor de los sentidos, y abandonar ya era una súplica.
Fue ahí cuando apareció él -y no me refiero a ti, monstruo olvidadizo-, como un rayo de luz que llevaba escondido unos tres años, que hizo resplandecer todo lo que tenía alrededor, que ya no era la nada, sino un oasis. Mi oasis .Mi ansiado y necesitado oasis. Las nubes ya no eran oscuras. estaban desteñidas. Y el cielo lo pintaba el arco iris más bonito que había visto jamás. Ya no estaba escondida. Ni sola. Él estaba conmigo. Aparición sublime fue la suya. Y no sólo me acompañó durante ese día, cinco meses después seguía haciéndolo. Seguía curando, sanando todo aquello que una vez creí que era perfecto. Al principio, seguía cayendo, pero él, con tan sólo mirarme, me daba vida. Toda la vida que creía haber perdido. Y eso, me sentaba extremadamente bien. De una sola pluma conseguiste crear unas alas. Pero unas alas enormes. Te encargaste de tejerlas día y noche, de limpiarlas, de cuidarlas, de mimarlas; y me las regalaste. Tú mismo me las colocaste, tapando orificios oxidados a causa de tanta lluvia. Quitaste las moscas que se posaban en mis heridas. Y me diste color. A mí, y a todo mi ser. Reconstruiste partes de mí que ni recordaba, que daba por muertas.
Con todo esto sólo quiero darle las gracias a estos dos chicos que tanto me han enseñado. Al primero, por quitarme cantidad de vendas y mostrarme la realidad de las cosas; y al segundo...al segundo por llevarme cada día al País de Nunca Jamás.
Fue ahí cuando apareció él -y no me refiero a ti, monstruo olvidadizo-, como un rayo de luz que llevaba escondido unos tres años, que hizo resplandecer todo lo que tenía alrededor, que ya no era la nada, sino un oasis. Mi oasis .Mi ansiado y necesitado oasis. Las nubes ya no eran oscuras. estaban desteñidas. Y el cielo lo pintaba el arco iris más bonito que había visto jamás. Ya no estaba escondida. Ni sola. Él estaba conmigo. Aparición sublime fue la suya. Y no sólo me acompañó durante ese día, cinco meses después seguía haciéndolo. Seguía curando, sanando todo aquello que una vez creí que era perfecto. Al principio, seguía cayendo, pero él, con tan sólo mirarme, me daba vida. Toda la vida que creía haber perdido. Y eso, me sentaba extremadamente bien. De una sola pluma conseguiste crear unas alas. Pero unas alas enormes. Te encargaste de tejerlas día y noche, de limpiarlas, de cuidarlas, de mimarlas; y me las regalaste. Tú mismo me las colocaste, tapando orificios oxidados a causa de tanta lluvia. Quitaste las moscas que se posaban en mis heridas. Y me diste color. A mí, y a todo mi ser. Reconstruiste partes de mí que ni recordaba, que daba por muertas.
Con todo esto sólo quiero darle las gracias a estos dos chicos que tanto me han enseñado. Al primero, por quitarme cantidad de vendas y mostrarme la realidad de las cosas; y al segundo...al segundo por llevarme cada día al País de Nunca Jamás.
jueves, 21 de mayo de 2015
Amor de nieta.
Abrí los ojos y lo primero
que me devolvió a la consciencia fue la sonrisa de mi nieta. Era una sonrisa
llena de bondad, de ternura, de ganas de vivir, de niña. Lo segundo que mis
sentidos captaron fue su susurro, tan dulce, un ‘hola, abuelito’ que me trajo
de nuevo a la vida. Esta chica era un ángel, mi ángel.
Estuvimos hablando un rato,
pero ella solo me asentía con la cabeza y con los ojos cerrados, me acariciaba
el pelo y me mandaba a callar. Pasadas unas horas me llevaron de vuelta a casa,
y digo devolver, y digo casa, porque aunque últimamente me hubiera pasado más
tiempo en una habitación con paredes de un amarillo pálido, con olor a suero, a
vejez y a almas perdidas, aquello otro seguía siendo mi hogar. Y qué cambio. Lo
primero que noté nada más entrar fue el auge de temperatura. El hospital era
mucho más frío y aparentaba un sabor a soledad que en mi casa no podía
encontrar ni en mi cuartillo de bastones y gorras. Llegué al salón de la mano
de mi nieta y me senté en mi único y exclusivo sillón. Estaba suave y parecía
como si mi silueta ya viniera de fábrica con él. Cogí el mando de la
televisión, pulsé el botón rojo mientras me echaba hacia atrás hasta quedarme
casi tumbado sobre el butacón, y antes de abrir la boca ya mi niña pequeña me
había traído un mus de chocolate, una servilleta que me colocó con cuidado
sobre el regazo y una cucharilla de cabo largo. Ella hablaba, hablaba y
hablaba, hablaba tanto que hacía que desconectara y me quedara mirándola con
una cara que sólo ella conseguía. Le dije que se dejara de tantas tonterías y
necedades y que, o que se tomaba en serio el curso de segundo de bachillerato,
o que ya le estaba buscando trabajo en algún campito. Esta era la mejor parte
de nuestras conversaciones; era pronunciar esas palabras, siempre las mismas, y
que se le formara entre las cejas el ceño más fruncido que había visto en 73
años. Se le enrojecían las mejillas y se iba, la mayoría de las veces,
gritándome que ya no vendría más a verme, cosa que tanto ella como yo, sabíamos
que era algo muy, pero que muy improbable.
Noté como si unos zumbidos
corretearan por el aire persiguiéndome a toda prisa y cómo mi nieta se ponía
delante de mí a modo de escudo para que no me atraparan. Me desperté y lo
primero que volví a ver fue la sonrisa de ella. Dos veces en doce horas.
Saltaba encima de mi cama y me mandaba abrir la boca para que me tomara la
misma medicación que llevaba tomándome desde hacía dos años. Me besó en la
frente tras obedecerla y se marchó pegando saltitos. La cabeza me iba a estallar,
pero pronto se me pasaría, la doctora Tamarita sabía muy bien lo que hacía. Me
levanté con ayuda de uno de mis bastones y caminé hasta la cocina. Desayuné un
cafelito y una tostada y media con ajo y aceite, ya que la otra mitad de una de
ellas me la había quitado aquella granuja. Me hice el enfadado pero terminó
optando por hacerme burlas, ya que sabía que me encantaba que se alimentara
bien. Recogí aquello y me fui a mi cuartillo, me puse una gorra negra, la de
casi siempre, y un chaquetón que me había dejado en la entrada. Salí y el sol
me daba de lleno. Qué buen día hacía. Como cada mañana, comencé mi ruta: seis
kilómetros a patita, ocho, o los que vinieran, por el campo. Esa sí que sentía
que era mi casa. El aire en el campo era fresco, hasta podría decirse que olía
bien, a hierba, a flores, a vida; formaba parte de mí. Mientras caminaba aún
por el pueblo, un policía me saludó. Yo le respondí eufóricamente con un ‘¡ay,
granuja!’ a la vez que levantaba el bastón. Aquel tipo era un chulillo, pero
tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Un poco más hacia delante, ya por
el polígono industrial, un ‘¡hombre, Leonardo!’ a modo de cual salvaje en la
jungla, me llamaba. Era Villegas, uno de mis mejores amigos, el cual me
visitaba todas las tardes y aunque lo apreciaba mucho, el tono de su voz hacía
que los zumbidos en mi cabeza aumentaran a una velocidad muy cercana a la de la
luz. Charlamos un rato sobre el tiempo, la familia, y nos despedimos. Llegué a
un prado enorme, anduve unos diez metros sobre la hierba resplandeciente y me
metí en mi cabañita, una casita de madera que unos senegaleses me habían
ayudado a construir. Dejé el chaquetón allí, hacía muy buen tiempo y, nada más
salir, mis borregas me abrazaron en conjunto. En ese momento me acordé de algo
que pasó unos siete años atrás. Se me vino a la mente la viva imagen de mi
nieta corriendo por allí mismo con once añitos y éstas tras ella, y cómo le
daba el biberón a Lucas, el borreguito más pequeño que tenía, al cual le había
puesto el nombre de su personaje favorito de su serie favorita. No pude evitar
no reírme, es más, me entró una alegría inmensa por el cuerpo. La quería mucho,
muchísimo. Volví a la realidad y con un gesto llamé a mis borregas, ya
esparcidas por el pasto, y seguí mi caminata con ellas, pero…a los diez minutos
de mi partida, empecé a notar cómo el cuerpo me pesaba, cómo las gotas frías de
un sudor extraño mojaban toda mi cara, mis manos y mis piernas, y comencé a
toser de una manera que solo había tosido con treinta años, cuando fumaba
bastante; parecía que me ahogaba, todo me daba vueltas y los zumbidos habían
vuelto. Pero aún así, seguí caminando, no sabía el por qué de todo aquello.
Pensé en mi enfermedad, pero tampoco le encontré sentido, apenas había andado
dos kilómetros desde que salí de casa. Lo último que recuerdo es el frescor de
la hierba, el olor a pana mojada y la sombra de una mariposa en mi mano.
El cáncer había vuelto, es
más, nunca se había ido. Los médicos me habían estado advirtiendo sobre los
cambios que mi cuerpo iría experimentando y que lo mejor que podía hacer era reposar y
nada de grandes esfuerzos. Me aumentaron la dosis de la medicación, me casi
obligaron a tener que escucharles decir que tenía que vender mis borregas y
hasta me recomendaron la quimioterapia. Para mi familia, todo esto se les hizo
grande. Aún no podía dejarles, aún era muy pronto, aún no.
Desde entonces, me cuidaban
muchísimo más, le robaban el tiempo al reloj de cuco que colgaba en la salita,
me reñían si se enteraban de que me saltaba alguna comida y mi nieta…mi nieta
se convirtió en mi sombra, mi Peter Pan, mi todo. Ella tenía casi diecinueve
años, era alta, delgada y con un pelo liso larguísimo y tan brillante, que daba
gusto verla peinarse. Le gustaba cantar, se pasaba el día tarareando y medio
bailando, y todo lo que salía de la boca de algún extraño sobre ella eran
palabras mayores, lejanas a este mundo. Sabía mi estado, sabía mi malestar,
pero también sabía que la quería con locura y que verla llorar era lo que más
odiaba en este mundo. Aún así, ella sonreía como la que más, y de vez en cuando
me leía algunos artículos que ella misma escribía, ya que quería ser
periodista, y que como ‘todo en mí era pura magia, y que eso, me hacía especial’,
me entrevistaría algún día y me haría muy, muy famoso, por mis grandes críticas
y mi máxima sinceridad. Era un encanto.
Los días pasaban y yo iba
notando como la enfermedad iba avanzando. Me sentía como un prisionero de la
Edad Media en una mazmorra de apenas medio metro para poderme estirar. Yo
necesitaba salir, necesitaba ver vida en los ojos de la gente, recorrer mis
kilómetros diarios, disfrutar como un crío cada vez que me encontraba con
alguien que hacía tiempo que no veía y seguir sin quejarme lo más mínimo aunque
los zumbidos me fueran quitando un poquito de mí cada día.
Cierto día, mi nieta me
comentó que dos de mis nietos tenían un partido de baloncesto. Ella me cogía
del brazo y me incitaba a que fuera con ella. Quería que saliera de casa y que
me distrajera un poco y qué mejor manera que viendo a tus nietos hacer lo que
más les gusta. No tardó mucho en convencerme, era inevitable. Salimos de casa,
cruzamos la calle y llegamos al polideportivo. Nos sentamos en las gradas
situadas en la cancha y los saludé con un silbido y un guiño de ojos. El
partido empezó y los dos salieron de titulares. A menos de la mitad del primer
periodo me di cuenta de que tenían aún más talento del que pensaba. Eran como
Marc y Pau, pase tras pase, regateos y defensas que culminaban la mayoría de
las veces con algún triple. Todo el partido transcurrió bastante animado, con
una afición que pedía a gritos la victoria del equipo. Llegó el último periodo,
y con una canasta, se desató la euforia. Todos saltaban llenos de alegría y mi
nieta, no era una excepción. A pesar de la enfermedad, el júbilo se apoderó de
mí, y justo cuando me giré para abrazar a mi nieta, una palmada en la espalda
me hizo alzar la vista. Se trataba de un gran amigo, el cual sujetaba una bolsa
en la mano. Me dijo que era toda mía, que era un regalo del club y que esperaba
que me gustara. La cogí, metí la mano y había un paquete. Mi nieta parecía más
impaciente que yo, así que dejé que ella lo abriera, bueno, lo abrimos entre
los dos. Era una camiseta de la talla XXL hecha y diseñada especialmente para
mí, con una frase que decía ‘el abuelo de los dragones’. Los dragones lo
componían toda la escuela de niños que practicaba baloncesto. No tenía palabras
para describir cómo me sentía. Mi nieta me lo hizo ver enseguida: ‘¿ves? te
dije que eras especial, abuelito.’ Le di a Juan las mayores gracias que podía
darle y me puse la camiseta sobre la que llevaba puesta. Ahora era el abuelo de
los dragones, y eso hacía que me sintiera orgulloso. Tras esto, fui con mi nieta
al bar de siempre, pedí dos coca-colas y sin falta, unas aceitunas para la más
guapa. Se había convertido en un día fabuloso, lleno de risas, alegrías y mucho
amor.
Sentado sobre una silla de
madera robusta en mitad del campo, toda mi familia me rodeaba. Sus caras
resplandecían, sus caras sonreían como nunca las había visto sonreír. Mis
cabritas y borregas también estaban por allí, y mi mujer y mis hijas las
estaban cuidando, lavando, peinando y sacándoles un poco de leche. Tras esto,
mi nieta vino corriendo hacia mí con un vaso de esa misma leche. La probé y
sabía a gloria. La sensación era increíble, estaba rodeado de todo, de todo lo
que más quería, no me faltaba absolutamente nada. Hacía un sol que daban ganas
de acariciar y al levantarme, noté que mi pierna izquierda no cojeaba. Los
zumbidos habían desaparecido y sentía una paz extrema que cualquier ser de este
mundo, si pudiera sacármela del bolsillo y mostrársela, todo en él se
apoderaría del sexto pecado capital hacia mi persona. Comencé a caminar, sin
bastón, no lo necesitaba, y me acerqué a mi familia. Pasé cerca de cada uno de
ellos, y cada mirada emanaba amor, era como adentrarte en el paraíso. Los
acaricié uno a uno, les dediqué una sonrisa y un guiño de ojos hizo que los
suyos se cerraran sucesivamente. La única que permanecía con los ojos abiertos
era mi pequeña. Nada más verme, se montó en mi espalda de un salto y me
besuqueó toda la oreja y parte del cuello mientras me abrazaba como podía. Reíamos
y cantábamos la canción que llevo cantándole desde que tiene uso de memoria.
Paseamos unos metros y nos tumbamos en el prado más cercano. El tacto de la
hierba era muy, muy suave, parecía que quería quedarse conmigo. Miré a mi
derecha y saludé a mi familia. Estaban mirándome, muy quietos, y notaba como si
poco a poco se fueran alejando. Los llamaba, pero no me respondían. Me volví a
girar, esta vez hacia la izquierda, y allí seguía mi nieta, mirándome, con sus
ojos clavados en mí. Me incitaba a mirarla y a perderme en su mirada. Mirándonos,
sin decir nada, hasta que ella me cogió una de mis manos y la besó con ternura.
Sonrió con una pureza a la que sólo los ángeles se les asemejaban, y noté cómo
poco a poco también empezaba a alejarse, con una sensación de despedida, y un profundo
sueño se apoderó de mí, quedándome en una soledad infinita.
lunes, 2 de febrero de 2015
Ganas de verte.
No existe el tiempo si no estás. No existen las estaciones, y si miro una foto tuya, me transmites un escalofrío por todo el cuerpo que me recuerda que ahora mismo es invierno. No hay prisas, no hay broncas, ni tampoco ovejas. Ni bastones en tu cuartillo, ni siquiera mochilas o gorras. Las pisadas de barro, las chaquetas empapadas y el sonido de tu silbido hace mucho que tampoco los veo. He echado en falta las flores navideñas este año, y tus impacientes manos arrasando las uvas antes de medianoche, antes que todos. Además de que esta Navidad ha sido especial para todos, en especial lo ha sido para el peque, tu tocayo, que te echa de menos a rabiar.
Si me paro a pensar, me parece increíble que haya pasado un año. ¿Ves? Te llevaste el tiempo, lo robaste y te lo llevaste contigo. Los sueños ahora sí son más cálidos, y no sabes cómo te doy las gracias. Los abrazos de abuelita también se han vuelto más tiernos. Antes se cansaba de la cantidad de cientos de ellos que le daba todos los días; ahora me los pide.
Si tuviera que elegir la mejor época de mi vida, sin duda elegiría el periodo de dos años atrás hasta el día de tu muerte. En cierto modo también han sido los peores años, pero esos meses me regalaron tu compañía diaria, tus bromas y tus historias, y nunca podría cambiarlos por nada. Todo lo que no sabía de ti me lo contaste en esos dos años. Fueron los 730 días más bonitos de mi vida. Que me esperaras a las 11:15h todas las mañanas sentado en un banco, esperando a que viniera del instituto para invitarme a unos churros acompañado de un pedazo de Colacao y tu grandiosa sonrisa, me hacía recordar lo afortunada que era al tenerte. Y escucharos pelear a ti y a abuela por cualquier tontería me llenaba de amor por dentro, me derretía la manera que tenías de ponerla de mala leche con cualquier tontería, pero también la rapidez con la que se le quitaba el mal humor y te ponía en la mesa una copa de chocolate.
Para mí el tiempo, si es que pasa, va a una velocidad increíble, tanto que muchas veces me da por llamarte pensando que vas a responderme. Que si me falta algo de dinero vas a poder dármelo o que si necesito un abrazo vas a darme el más grande del mundo. Daría lo que fuera porque me echaras una de tus broncas, de esas que tanto me cabreaban y con las que acababa marchándome por no gritarte. Me encantaría revivir alguna y ver lo rojo que te ponías y la gracia que me hacía. Y también me encantaría comerte a besos al día siguiente, quitarte tu gorra, ponérmela y hacernos una foto después de que me hicieras cosquillas.
¿Sabes? Creo que o me lo estoy tomando demasiado bien o me estoy volviendo loca. Es que pienso que hace apenas un año que no te tengo y es que me parece increíble. De veras, es que no. Es como si te hubieras ido, vale, pero por un tiempo. Como si en cualquier momento fueras a aparecer por la puerta cantando y arrastrando tu pierna izquierda, y con los brazos llenos de higos, castañas y kakis para mí, porque sabes que me encantan.
Bueno, decirte que todos los pequeños detalles de los que me acuerdo y los tan buenos valores que me enseñaste nunca van a esfumarse, y te digo algo aún mejor: siempre van a formar parte de mí, de la niña que sigo siendo todavía y de la mujer que verás desde donde estés en unos años tal vez haciendo un reportaje para la televisión, o vestida de blanco y con un papel con tu nombre en la muñeca de mi acompañante. Porque te lo mereces, porque más bien te pertenece. Has sido el padre y abuelo más bueno y fuerte de la historia, y hoy, tenía ganas de decírtelo. Te sigue queriendo tu niña loca.
Si me paro a pensar, me parece increíble que haya pasado un año. ¿Ves? Te llevaste el tiempo, lo robaste y te lo llevaste contigo. Los sueños ahora sí son más cálidos, y no sabes cómo te doy las gracias. Los abrazos de abuelita también se han vuelto más tiernos. Antes se cansaba de la cantidad de cientos de ellos que le daba todos los días; ahora me los pide.
Si tuviera que elegir la mejor época de mi vida, sin duda elegiría el periodo de dos años atrás hasta el día de tu muerte. En cierto modo también han sido los peores años, pero esos meses me regalaron tu compañía diaria, tus bromas y tus historias, y nunca podría cambiarlos por nada. Todo lo que no sabía de ti me lo contaste en esos dos años. Fueron los 730 días más bonitos de mi vida. Que me esperaras a las 11:15h todas las mañanas sentado en un banco, esperando a que viniera del instituto para invitarme a unos churros acompañado de un pedazo de Colacao y tu grandiosa sonrisa, me hacía recordar lo afortunada que era al tenerte. Y escucharos pelear a ti y a abuela por cualquier tontería me llenaba de amor por dentro, me derretía la manera que tenías de ponerla de mala leche con cualquier tontería, pero también la rapidez con la que se le quitaba el mal humor y te ponía en la mesa una copa de chocolate.
Para mí el tiempo, si es que pasa, va a una velocidad increíble, tanto que muchas veces me da por llamarte pensando que vas a responderme. Que si me falta algo de dinero vas a poder dármelo o que si necesito un abrazo vas a darme el más grande del mundo. Daría lo que fuera porque me echaras una de tus broncas, de esas que tanto me cabreaban y con las que acababa marchándome por no gritarte. Me encantaría revivir alguna y ver lo rojo que te ponías y la gracia que me hacía. Y también me encantaría comerte a besos al día siguiente, quitarte tu gorra, ponérmela y hacernos una foto después de que me hicieras cosquillas.
¿Sabes? Creo que o me lo estoy tomando demasiado bien o me estoy volviendo loca. Es que pienso que hace apenas un año que no te tengo y es que me parece increíble. De veras, es que no. Es como si te hubieras ido, vale, pero por un tiempo. Como si en cualquier momento fueras a aparecer por la puerta cantando y arrastrando tu pierna izquierda, y con los brazos llenos de higos, castañas y kakis para mí, porque sabes que me encantan.
Bueno, decirte que todos los pequeños detalles de los que me acuerdo y los tan buenos valores que me enseñaste nunca van a esfumarse, y te digo algo aún mejor: siempre van a formar parte de mí, de la niña que sigo siendo todavía y de la mujer que verás desde donde estés en unos años tal vez haciendo un reportaje para la televisión, o vestida de blanco y con un papel con tu nombre en la muñeca de mi acompañante. Porque te lo mereces, porque más bien te pertenece. Has sido el padre y abuelo más bueno y fuerte de la historia, y hoy, tenía ganas de decírtelo. Te sigue queriendo tu niña loca.
domingo, 16 de noviembre de 2014
Otoño impaciente.
Tal vez este otoño ya no sea el mismo,
tal vez tus brazos ya no sirvan de abrigo.
Tal vez las hojas caigan sobre el mío,
tal vez recuerde que dejaste a medias tu camino.
Y qué decir tiene que en la noche del frío no me libere,
¿acaso era yo friolera, antes de que te fueras?
¿acaso no lucía yo mis manos, cual viejo mago?
¡Ah, pero qué frío tan deseado, ya lo entiendo
eres tú, cuidándome desde el cielo!
Mi protector, mi vida, mi hombre sereno,
ya no cabe duda, eres tú abuelo.
tal vez tus brazos ya no sirvan de abrigo.
Tal vez las hojas caigan sobre el mío,
tal vez recuerde que dejaste a medias tu camino.
Y qué decir tiene que en la noche del frío no me libere,
¿acaso era yo friolera, antes de que te fueras?
¿acaso no lucía yo mis manos, cual viejo mago?
¡Ah, pero qué frío tan deseado, ya lo entiendo
eres tú, cuidándome desde el cielo!
Mi protector, mi vida, mi hombre sereno,
ya no cabe duda, eres tú abuelo.
jueves, 13 de noviembre de 2014
Hoy estaba mirando con unos amigos varias imágenes en blanco y negro de distintos lugares de Londres. Rápidamente supimos que uno de ellos era en el London Eye; otro, en el Big Ben y otro más, en el Buckingham Palace y, al intentar adivinar el siguiente me quedé fascinada al darme cuenta de lo que estaba viendo. Increíble, era un castillo montado en infinitas nubes en el cielo, como si estuviera flotando sobre éstas.
Creo que pensé demasiado alto porque una voz retumbó en mis oídos: '¿Pero qué dices? estás ciega, eh, tía, ja, ja, ja'.
Con todo esto lo que os quiero decir es que qué feliz me sentí en ese momento, al pensar que para la supuesta realidad mayoritaria yo estaba equivocada, pero para los que viven con la felicidad y magia en sus venas, para los 'equivocados', les alegra escuchar algo así, y mucho. Nos damos cuenta de lo realmente afortunados y diferentes que somos respecto al resto en ese aspecto y que ese sentimiento de Peter siempre te va a acompañar, que tu forma de vida sea la ficción y tu dios, Robin Williams. Doy gracias por haber visto nubes de algodón en vez de árboles.
Creo que pensé demasiado alto porque una voz retumbó en mis oídos: '¿Pero qué dices? estás ciega, eh, tía, ja, ja, ja'.
Con todo esto lo que os quiero decir es que qué feliz me sentí en ese momento, al pensar que para la supuesta realidad mayoritaria yo estaba equivocada, pero para los que viven con la felicidad y magia en sus venas, para los 'equivocados', les alegra escuchar algo así, y mucho. Nos damos cuenta de lo realmente afortunados y diferentes que somos respecto al resto en ese aspecto y que ese sentimiento de Peter siempre te va a acompañar, que tu forma de vida sea la ficción y tu dios, Robin Williams. Doy gracias por haber visto nubes de algodón en vez de árboles.
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